viernes, 22 de junio de 2012

Envejezcamos de la mano.

Y el tiempo se paró, y nada tenía sentido, ni siquiera el amor que sentían el uno por el otro.
No avanzaba, el tiempo se hizo inmune a esas interminables caricias y esos eternos abrazos que duraban algo más que un par de segundos.
Besos que aun sin sentido, hacían perder la conciencia sin dar explicación al por qué de esos te quiero.
Inexplicable, se rompió, se rompió la noción del tiempo para no poner fin a esas interminables tardes de risas, para no acabar nunca con esos paseos sin destino alguno, para no tener hora con esas noches llenas de caricias.
El reloj empezó a acostumbrarse, se dio cuenta de que para ellos no existían las horas, minutos y segundos, sólo por el sencillo motivo de que su amor estaba formado de mucho más que eso.
Sin saber por qué, el tiempo pasó para los demás, para toda la humanidad, menos para ellos.
Y llegó ese momento; ese momento en el que se hicieron viejos y arrugados, pero casualmente, habían envejecido juntos, de la mano, riendo en cada instante y sin pensar en qué día se conocieron, porque para ellos lo importante era crecer, crecer juntos.
Y entonces en ese instante, cuando sus cabellos empezaron a tonarse de blanco, se lo prometió, le prometió lo que nunca antes le había tan siquiera insinuado.
Se acercó a su oído y le susurró: el tiempo es nuestro, déjame hacerte volar cómo aquel día.

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