domingo, 26 de junio de 2016

El espejo de mi fuerza

No soy la voz de la experiencia, ni la voz de ninguna conciencia sucia que necesite renacer. No soy la voz de la felicidad, de la perfección o de lo correcto. No he nacido para dar lecciones de moral, para alardear de principios morales que aun no he terminado de interiorizar.
Elegí mi futuro en base a mis motivaciones, entre las cuales estaba, está y estará crear un mundo mejor. Con el tiempo entendí, que hacer historia no significaba ver mi nombre en una calle, ni en las mejores librerías del país, sino recibir un "gracias", una sonrisa y una mirada de complicidad y orgullo que te hace saber que lo has hecho bien, que has hecho más fácil la vida de alguien.
Es por eso que aprendí a ponerme una capa, en vez de una armadura, porque es verdaderamente necesario tener millones de granos de arena dispuestos a hacer entender a los demás, que la felicidad no está ahí fuera, sino dentro.

Escribir me aporta la seguridad de quien tiene rotas las alas y aun así sabe que el cielo sigue ahí, intacto, dispuesto a verte volar cuando te sientas libre.
Canalizar las emociones consiste en sentarte delante de la rabia, de la frustración, del miedo, de la inseguridad y hacerles ver que pase lo que pase, aunque te derrumbes, eres tan fuerte como humano, que eres consciente de que todos estamos hechos de sentimientos enfrentados que nos hacen pasar de un lado al otro de la balanza y que a veces pesa mucho más el conformismo que el optimismo. Pero en eso consiste el empoderamiento, en el poder, en la fuerza mental que nos hace libres, independientes y conscientes de lo que nos pertenece y lo que merecemos como personas.

Desde pequeña he llevado un cuaderno bajo el brazo, un bolígrafo negro y un sin fin de dudas y miedos que me han hecho quien soy. No cambiaría absolutamente nada de lo que he escrito en estos años; ni el primer amor, ni la pérdida del primer amor, ni mi propia pérdida, ni la pérdida de quien se despidió para hacerme de hierro. Quizás no cambiaría las páginas, pero si las emociones y por supuesto los hechos.
Quizás me hubiese gustado llorar un año en vez de dos por la otra cara de mi moneda, y dejar de hacerlo de vez en cuando cada vez que me preguntan qué es ser fuerte.
Quizás me hubiera gustado no tener que acostumbrarme a no esperarla, a vivir incompleta.
Pero no, no cambiaría mis cuadernos, ese ring de boxeo que ha sido la poesía para mí.

Crecí mucho más rápido de lo que me hubiera gustado. Lloré como un bebé cuando tuve mi primera regla y tres años más tarde cuando cumplí los doce, porque sabía que ya no habría flores que coger hasta que me volviese a encontrar a mi misma... Como quien sabe que el mañana es un suelo de espinas que hay que pisar para poder respirar.

Nunca supe bien quien soy, no me cuesta definirme pero siempre me costó aceptarme, hasta que me vi en los ojos de quien amortigua mis caídas y cuida mis cicatrices para que nunca me olvide de los errores que construyeron esa capa que hoy me hace tan humana como mía.
No sé bien qué parte de mi ha construido la sociedad, qué parte he intentado yo misma y qué parte han construido todas y cada una de las personas que han pasado por mi vida. Quizás si lo sepa, pero me ocuparía una trilogía hablar de cada una de esas influencias en mí.

Cuando leo mis primeros cuadernos sonrío con orgullo, a veces con nostalgia y otras, incluso vuelvo a llorar de rabia. Leo a una niña perdida, buscando la felicidad fuera de sí misma cuando realmente la tenía muy cerca, tan cerca como que era ella: yo, solamente yo.
Me leo con orgullo porque sonrío a mis páginas susurrándole a mi yo de ayer: soy quien siempre quisiste ser, quien siempre necesitaste ser.
Crecí gritándole al amor romántico, escribiendo mi propia definición de lo que mi alma necesitaba para sentirme completa, sin ser consciente de que mi primer amor fui yo, cuando me enamoré de mi primer poema, de aquellas palabras que gritaban tanto como callaban y que hoy aun puedo recitar.

Crecemos bajo la definición del amor romántico que nos impone nuestro círculo, la sociedad en la que vivimos, los libros que leemos, y esas películas de amor en los que la propia vida está antes que uno mismo.
Crecemos creyendo que hay que morir por alguien, que hay que entregarnos, darlo todo por una persona que realmente no conocemos.
Crecemos con una venda en los ojos, que es a la que verdaderamente acabamos amando.
Aun no sé qué es el amor, sé lo que no es, pero es más dramático vivir así, olvidándonos de nosotros mismos, viviendo en una mentira que acaba convirtiéndose en nuestra zona de confort y de la que nos da miedo salir. Porque nos da miedo vivir y avanzar.
Nos da miedo reconocer que no somos felices, por eso es más fácil hacer creer a los demás que lo somos, porque al fin y al cabo así no sufrimos tanto. Hasta que un día nos acercamos al espejo, nos miramos de frente y nos vemos convertidos en el reflejo de la infelicidad, en la personificación del conformismo que nos atrapa y nos ata para que nos de pánico luchar por nuestra libertad, por lo que nos pertenece.

Nunca dejamos de aprender, estamos en continuo movimiento y en continua exposición a un mundo que nos traspasa y nos hace en gran medida como somos.
Por eso no puedo evitar sentir frustración cuando veo que por cada dos pasos que damos hacia delante retrocedemos cinco.
No puedo evitar sentir rabia cuando me dejo la piel en gritar que el amor no es aguantar, y aun así sigo viendo cadenas en vez de manos entrelazadas llenas de ilusión.
No puedo evitar sentir tristeza cuando veo a mi yo de ayer en la infelicidad de aquellas personas que dicen ser felices sólo por no aceptar que ya están rotas y que ahora necesitan coserse, renacer, volver a creer para crecer.

Lo bonito de ser consciente de la realidad es que jamás quiero dejar de aprender, jamás quiero dejar de equivocarme. Me niego a dejar de poner piezas en el puzzle de mi mente, porque todo lo que he vivido es lo que me hace hoy luchar por el conformismo, las injusticias y la desigualdad, por esa infelicidad que tan felices os hace.

A mi yo de ayer: gracias por temblar de miedo para que haya sido capaz de convertirme en la mujer que nunca deja de quemarse aunque le tenga pánico al fuego.
A mi yo de ayer: no hay poesía suficiente para expresar la satisfacción que me produce quererme para así poder amar en cuerpo y alma a quien tanta paz ha conseguido aportarme.

Porque quererse a uno mismo es la antesala de la felicidad, la puerta de la eterna sonrisa que nunca se cierra por muchas tormentas que vengan.










No hay comentarios:

Publicar un comentario